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RÉQUIEM AL BAR ALASKA

De cómo los majaderos nos imponen su cultura



Por: Andrés David Pineda y Francisco Zapata Vanegas

Fotos: Geovanny Tobón londoño

En una tarde soleada, visité el bar Alaska y pude verificar las bondades del famoso café con ese acentuado aroma a madera vieja. Afuera, junto a una marejada de jubilados cansados y melancólicos, recuerdo las notas de una canción lejana: “Se van, se van... Las casas viejas queridas. Demás están... Han terminado sus vidas.” Un trozo de la legendaria composición de Ivo Pelay, con música de Francisco Canaro.

Con los días contados para este famoso refugio de arrabal, el de toda esa melancolía hecha poesía triste, el mismo que me sirve de argumento para este doloroso trance, son mis notas como lamento vecinal del añorado Manrique de los mayores, apacible y con una resignación terminal que se refleja en el rostro, en el caminar cansado, en el asiento reclinado de vidas gastadas que van siendo arrinconadas por el urbanismo comercial e indolente de la municipalidad y de los vendedores de pan a dos por cinco. Pero qué le vamos hacer, si a muy pocos o a casi nadie les ha importado echar al suelo construcciones señoriales, estamos en la moda de la sin memoria, del vil metal fácil que ordena arrasar con todo aquello que huela a añejo, a cultura puramente popular, a referentes de historia de vida y civilización.

Ahora también llegó el turno a lo más colectivo, al buen símbolo de lo vecinal, hay que borrar todo vestigio de lo que fuimos para el triunfo de los pérfidos: Cayo por fin el último de los más de veinticinco cafés, bar, tertuliaderos, salas de billar y juegos de azar, que en los albores de 1985 sirvieron de fiel argumento al nacimiento popular de la Avenida Carlos Gardel. Preparaos como decía un legendario español, hay que borrar su última huella, al paso de la fría aplanadora que en cuestión de días pasará la hoja del emblemático y testigo fiel desde 1939: el Café Alaska. La casa grande y cálida del tango, la milonga, y la caja de resonancia de amores y desamores, de cadenas de vida familiar, del desfile de coleccionistas de la siempre muy buena música, de futbolistas famosos que parecieran competir con los clásicos cantores y orquestas, y de encontradero hacia la morada final de pensionados y abuelos cargados de toneladas de recuerdos.
Cuanto dolor en el alma timonel de Gustavo Rojas, fiel administrador de la casa mayor del tango desde 1985. Cuanta solidaridad con tantos cantores y representantes de la canción ciudadana y porteña, que de nada les valió pagar “escondite a peso” en los cuadritos empalidecidos por los años con sus rostros tristones e inocentes retocados al ritmo de tiempos mozos de los años treinta y cuarenta. De nada sirvió colgarlos desde las puntillas en lo más alto de los muros, en la más absoluta discreción en los cordeles de los ventanales. Creían en vano, que no serían alcanzados por los enemigos de la memoria popular. Hasta allí han llegado con su mano negra y comercial los enemigos de la sobriedad y la discreción para dejar regado por el piso lo que nos quedaba de simbología auténticamente cultural, los restos de una memoria cansada de persecución sin cuartel. Sí, porque tenía que cumplirse hasta la última sentencia de Casa Viejas: “Llegó el motor y su roncar, ordena y hay que salir. El tiempo cruel con su buril, carcome y hay que morir. Se van, se van, llevando a cuestas su cruz, como las sombras, se alejan, y esfuman ante la luz”.

Tengo miedo de pensar que será de los leales, y fervientes integrantes del Café Alaska. Cuál será su nueva agenda de vida golpeada y desolada. Cuál será su nueva morada para compartir historias y experiencias al calor del bendito café, el juego de una partida de cartas, o un enroque de billar. Mi miedo, es el mismo del inmortal Gardel, y el de esa camada de rostros tristes y desesperanzados que deberán deambular por entre los andenes inexistentes envueltos en motos y metroplús, bajo el ritmo envolvente, deshumanizado y cruel de jóvenes marchitos sumidos en ritmos urbanos, que certifican cada día somos extraños en el barrio, en su su vecindario que los vio nacer. Y tal vez, solo quedarán las lágrimas como consuelo final. Gardel, ya lo había anticipado como visionario en su canto Volver: “Vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez”.

Y en Mi Buenos Aires Querido, el zorzal criollo evoca la vida de barrio, de cafés como El Alaska. Y aunque dicen que jamás conoció la 45, nosotros si lo conocemos como el Buen Vecino manriqueño, aquel mortal capaz de entregarnos su legado inmortal con su sello espiritual en la canción ciudadana. Es fiel testimonio cuando nos dedica desde el cielo en estos aciagos momentos su tributo celestial para el bar Alaska y a sus desalojados: “En caravana los recuerdos pasan como una estela dulce de emoción, quiero que sepas que al evocarte se van las penas del corazón.”
Escuela del Buen Vecino EBV, registra el aporte en crónica vecinal de los alumnos Giovanny Tobón, Andrés David Pineda, con el acompañamiento del profesor de Instructores Voluntarios Ivol, el constitucionalista Francisco Zapata Vanegas. Esta es publicación con reserva de derechos de autor del portal universitario www.forochat.com.co

En una tarde soleada, visité el bar Alaska y pude verificar las bondades del famoso café con ese acentuado aroma a madera vieja. Recuerdo las notas de una canción triste y lejana. Crónica para Escuela del Buen Vecino.