Esta es una casa inspirada en el estilo clásico neocolonial, según me lo confirmó un amigo que
ejerce como arquitecto, mientras que otro de sus colegas se dolía de verla en semejante abandono
y lo único que pude hacer fue tratar de recordar algunos episodios de mi vida, que si bien no
tuvieron como epicentro esos callejones, si me llevaron a prendarme con devoción a un pueblo
cuando apenas era el sitio acogedor con el que sueña un niño de 12 años. Fue por eso que me
sentí agredido por un colega cuando, sin querer herir el alma de la nostalgia, me dijo que de todos
los sitios que él ha recorrido en su vida, el menos acogedor le había parecido El Bagre por la
cantidad de callejones y laberintos que tenía en uno de sus barrios centrales. Por más que traté
de explicarle que todo ello era la respuesta a que sus primeros habitantes eran invasores de una
tierra que nadie les había prometido, ajenos a los conceptos modernos de la planeación,
construyeron aquellas casas como bien podían y a nosotros nos había tocado recoger eso como
una herencia.
Le dije que en aquellas marañas de casas, en donde no se sabía cuál puerta era la de entrada, fue
donde pudimos hacer un juego llamado Libertad, que consistía en que un grupo perseguía a otro;
uno a uno lo llevaba a una especie de cárcel hasta que sin más fórmulas de juicio, le tocaba al otro
el oficio de perseguidor. Se asombró cuando le añadí que aquel juego, gracias a los callejones y a
los escondites que eran reservados para los mejores, a veces duraban varias noches. Pero no
logré contarle que también nos sirvieron para escaparnos de la Policía, sobre todo de quienes
llegaban con el objetivo de perseguir a los pelaos, porque en aquellos años en ese pueblo no había
ladrones.
Estos recuerdos me remiten al concepto de lo que uno puede entender como historia. Porque la
historia no está en el pasado sino en el presente, y en todo caso la memoria, en ese sentido, es
una serie de relatos y testimonios y lugares como les que se pueden leer, como si fueran grafitis, al
pie de la foto reseñada en estas crónicas. Es aquello que un día fue y hoy ya no está sino en esas
huellas y fragmentos, esos escombros de un mundo que siempre se renueva y cambia y se
perpetúa con cada generación que llega y luego se va. Eso es la historia.
Me refiero aquí a lo que dice Aleida Assmann, una historiadora alemana, cuando señala que
ningún pasado es tolerable a los ojos de ningún presente; el progreso suele ser la negación feroz
de la historia que lo hizo posible. Fue por eso que me llamó la atención de todo el tema, el reguero
de comentarios que desató la imagen y me remití de nuevo a cuando recorrí esos laberintos en
donde era reina indestronable la recordada María Jiménez, quien alguna vez nos bautizó como los
matagatos, y a quien sus vecinas no la bajaban de ser la lengua viperina de sus semejantes.
Lo que no entiendo, o quizá sí, por esa asociación de ideas de la que tanto hablan los sicólogos, es
cómo este registro fotográfico llevó a que una amiga muy apreciada le diera por recordar la
madrugada aquella en la que, en compañía de mi amigo Dagoberto Bello Ríos, le llevamos una
serenata a la ventana equivocada y por eso fui a revisar aquel cajón en donde guardo los mejores
recuerdos y descubrí el papel que una vez le escribí a aquella mujer a la que jamás volví a ver,
dice así:
“El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver.- Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por
el crepúsculo ensangrentado del cielo.- Dejabas atrás un pueblo del que me dijiste: lo quiero por ti,
pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en el”. CRP
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